Si estas manos hablaran contarían que Juliana Opprman trabajó durante toda su vida para sacar adelante a sus hijos. A los pocos años de casarse, cuando el menor de sus nueve vástagos solo tenía unos meses de vida, se quedó viuda.
Pregunta: ¿Nunca has querido casarte otra vez?
Respuesta: ¡De eso nada! He tenido pretendientes a montones y siempre decía que no -dice entre risas- Yo era feliz siendo libre. Dios me dio un buen marido para mí y un buen padre para mis hijos, yo solo le he querido a él.
Juliana nació en 1940 en el seno de una familia pobre. Es la tercera de siete hermanos y todos se criaron en una granja de Tokai junto a sus padres. Fue al colegio hasta los dieciséis pero después empezó a trabajar como enfermera: “Empecé a trabajar porque quería ayudar a mi madre. Éramos una familia muy pobre. Dejé la escuela porque sentía que tenía que trabajar”.
La escuela pública a la que asistía no estaba muy lejos de su casa. Solía ir andando con otros niños de la zona, todos mestizos (coloured) como ella. “Solo íbamos los mestizos como yo. Cuando yo era pequeña eran los tiempos del apartheid, en ese contexto crecí yo. Éramos una familia feliz. Mi padre y mi madre eran buenos padres, igual que mi marido y yo lo fuimos para mis hijos. Si mi padre bebía, no lo veíamos. Siempre estaba ahí para nosotros y para mi madre. Éramos muy pobres, pero nunca pedíamos nada que supiéramos que no podíamos tener”.
Empezó a trabajar de enfermera pero, tras casarse y quedarse embarazada, se quedó en casa para criar a sus hijos. Tras perder a su marido, volvió a incorporarse al mercado laboral. Empezó a trabajar limpiando las oficinas de una fábrica. En aquellos tiempos no recibía pensión y tanto ella como su hijo mayor eran los encargados de llevar los ingresos a casa, el resto de sus hijos seguían yendo a las aulas: “Todos fueron al colegio, pero ninguno fue a la universidad. Hoy trabajan todos y son lo que son gracias al trabajo duro. Uno es mecánico, otro es constructor, dos de mis hijas tienen su propio negocio… Ellos no estudiaron para serlo, pero aprendieron. Yo tengo mi jubilación, pero es muy pequeña y no es suficiente, así que mis hijos me ayudan. Dicen que yo trabajé para ellos y que ahora ellos tienen que cuidarme”.
Se casó con 25 años y tenía 30 años cuando se quedó embarazada por primera vez: “En aquellos tiempos no había televisión, así que… -ríe- Los tuve tan tarde porque cuando era joven no quería tener hijos; pero, cuando me casé, mi marido quería y los tuvimos. Mis hijos sí crecieron en Hangberg”. Uno de sus hijos murió de cáncer: “El cáncer es una enfermedad muy triste, pero tenemos que superarlo. Aprendí a superarlo”.
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“Recuerdo que durante el apartheid no podías ir con europeos, los blancos se sentaban delante y los negros detrás. Mi marido tenía la piel muy oscura a pesar de ser coloured y me acuerdo de un día que íbamos juntos en el autobús. Entró una mujer y empezó a decir que por qué él iba sentado conmigo. Como yo tengo la piel más clara pensó que era europea y tuve que decirle que no, que era mestiza y que por eso estábamos sentados juntos. Todos los sitios a los que iba me miraban preguntando que porqué iba con un negro, pero él en realidad no era negro. A mi me miraban como si fuera blanca porque mi abuelo era alemán y mi abuela era africana, por eso yo soy mestiza, pero los dos éramos mestizos. A mí me daba igual lo que dijera la gente, yo solo quería encontrar a un marido que me cuidara y tuve un matrimonio muy feliz. Aunque la gente preguntara, a mi me daba igual. Yo me había enamorado de mi marido y mi marido de mí”.
«Seguimos sin tener los mismos derechos, aunque parezca que sí, es peor. La situación de los coloured está cada vez peor. El apartheid no ha acabado»
“Desde entonces han cambiado muchas cosas. Ahora podemos ir a donde queramos, pero antes no podíamos. Pero seguimos sin tener los mismos derechos, aunque parezca que sí, es peor. La situación de los mestizos está cada vez peor. El apartheid no ha acabado. Todavía vivimos separados los unos de los otros. Mis hijos por ejemplo no quieren vivir en la zona europea, prefieren estar con los coloured porque se sienten más seguros. Cuando yo era joven teníamos poco dinero, pero podíamos comprar más cosas que ahora. El precio de la vida ha subido mucho. Parece que vayamos hacia delante, pero vamos hacia atrás.”
En enero de 2019 se introdujo el salario mínimo por primera vez en la historia del país. El sueldo por hora trabajada es de 20 rands (poco más de un euro 1’33€), es decir, 3500 rands al mes por una jornada de 40 horas semanales (aproximadamente 240€). Sin embargo, una entrada de cine cuesta 85 rands (unos 5’5€), un paquete de pan de sándwich 17 rands (1’2€) y una garrafa de agua de cinco litros tiene un precio de 18 rands (1’25€). Los salarios son bajos, pero la vida no lo es tanto lo que reduce la calidad de vida y hace que los ingresos que reciben las familias se destinen únicamente a subsistir.
Nuestra taller de empoderamiento está compuesto por un total de seis mujeres como Juliana y el objetivo de Meraki Bay es permitir que tengan un ingreso extra para ellas y ganen así libertad económica. Si quieres ayudar a las mujeres de África, ¡dona!